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jueves, 17 de septiembre de 2015

BREVIARIO LXXXVI:Capítulo I de Naturaleza;Ralph Waldo Emerson


Capítulo I  de Naturaleza

Gregory Colbert


Para estar en soledad, un hombre debe apartarse tanto de su habitación como de la sociedad. Yo no estoy solo mientras leo y escribo, por más que no haya nadie conmigo. Pero si un hombre quiere estar solo, que mire las estrellas. Los rayos que vienen de esos mundos celestiales van a separarlo de lo que toca. Uno podría pensar que la atmósfera se volvió transparente con este propósito: el de darle al hombre, en los cuerpos celestiales, la perpetua presencia de lo sublime. Vistas en las calles de las ciudades, ¡qué grandes son! Si las estrellas aparecieran una noche dentro de mil años, ¡de qué manera los hombres creerían, adorarían y preservarían por muchas generaciones el recuerdo de la ciudad de Dios que se les mostró! Pero cada noche salen estas enviadas de la belleza e iluminan el universo con su sonrisa de amonestación.

Las estrellas despiertan cierta reverencia porque, por más que estén siempre presentes, son inaccesibles; pero todos los objetos naturales dan una impresión parecida siempre que la mente esté abierta a su influencia. La naturaleza nunca se presenta bajo una apariencia mezquina. Ni tampoco el sabio violenta su secreto, perdiendo curiosidad al encontrar toda su perfección. La naturaleza nunca es un juguete para el espíritu sabio. Las flores, los animales, las montañas, reflejan la sabiduría de su mejor hora tanto como deleitaron la simplicidad de su infancia.

Cuando hablamos de la naturaleza de esta manera, tenemos un definido y sin embargo poético sentido en mente. Nos referimos a la integridad de las impresiones que tenemos a partir de múltiples objetos naturales. Es esto lo que diferencia el pedazo de madera del leñador, del árbol del poeta. El encantador paisaje que vi esta mañana está indudablemente hecho de veinte o treinta granjas. Miller es dueño de este campo, Locke de aquél y Manning del de más allá. Pero ninguno de ellos es dueño del paisaje. Hay una propiedad en el horizonte que ningún hombre posee sino aquél cuyos ojos pueden integrar todas las partes, es decir, el poeta. Ésta es la mejor parte de las granjas de estos hombres, cuyos títulos de propiedad sin embargo no les dan ningún título.

En verdad, pocos adultos pueden ver la naturaleza. La mayoría de las personas no ven el sol. Como poco, tienen un modo de ver muy superficial. El sol ilumina sólo el ojo del hombre pero brilla dentro del ojo y del corazón del niño. El amante de la naturaleza es aquél cuyos internos y externos sentidos están todavía verdaderamente conectados uno con el otro; aquél que retuvo el espíritu de la infancia incluso en la adultez. Su relación con el cielo y la tierra se vuelven parte de su alimento diario. En presencia de la naturaleza, un salvaje placer corre dentro del hombre, a pesar de la pena real. La naturaleza dice: Él es mi criatura, y más allá de todas sus impertinentes penas, estará contento conmigo. No sólo el sol o el verano sino todas las horas y estaciones rinden su tributo al placer porque cada hora y cambio corresponde y autoriza a un diferente estado mental, desde un mediodía que te deja sin aliento hasta una lúgubre medianoche. La naturaleza es un marco que encaja igual de bien en una pieza cómica o triste. Con buena salud, el aire es un licor de increíbles virtudes. Cruzando un espacio abierto, en charcos de nieve, al atardecer, debajo de un cielo nublado, sin tener en mis pensamientos ninguna ocurrencia particularmente afortunada, he disfrutado de una perfecta euforia. Me pongo contento hasta el borde del miedo. En los bosques también un hombre se saca años de encima, como la serpiente su piel, y en ese momento cualquiera de su vida, es un niño siempre. En los bosques, es perpetuamente joven. Dentro de estas plantaciones de Dios, reinan un decoro y una santidad, un festival perenne se prepara y el invitado no ve cómo podría hartarse de esto ni en miles de años. En los bosques volvemos a la razón y a la fe. Ahí siento que nada puede sucederle a mi vida—ninguna desgracia, ninguna calamidad (dejando de lado mis ojos) que la naturaleza no pueda reparar. Parado en la tierra desnuda,  -- mi cabeza bañada por el aire despreocupado y levantada hacia el espacio infinito -- todo egoísmo mezquino desaparece. Me convierto en un ojo, un transparente globo ocular; no soy nada; lo veo todo; las corrientes del Ser Universal circulan en mí, soy parte o partícula de Dios. El nombre del amigo más cercano suena muy extraño y accidental: ser hermanos, ser conocidos, -- amo o esclavo, es entonces algo insignificante y que me altera. Soy el amante de desbordante e inmortal belleza. En la selva encuentro algo más querido y natural que en las calles o pueblos. En el paisaje tranquilo, y especialmente en la distante línea del horizonte, el hombre ve algo tan bello como su propia naturaleza.

El mayor placer que los campos y los bosques proveen, es la sugerencia de una oculta relación entre el hombre y las plantas. No estoy solo y soy reconocido. Me ven y asienten con la cabeza y yo hago lo mismo. El movimiento de las ramas en la tormenta es nuevo y antiguo para mí. Me toma por sorpresa y sin embargo no me es desconocido. Su efecto es como el de un pensamiento sublime o el de una intensa emoción que me llega cuando consideraba que estaba pensando y siendo justo o haciendo bien.

Pero es cierto que el poder de producir este placer no reside en la naturaleza sino en el hombre, o en la armonía de ambos. Es necesario usar estos placeres con gran moderación. Porque la naturaleza no siempre está vestida de fiesta, y la misma escena que ayer transpiraba perfume y relucía como el jugueteo de las ninfas, hoy está bañado de melancolía. La naturaleza siempre viste los colores del espíritu. Para un hombre que trabaja en medio de la calamidad encuentra en el ardor de su propio fuego tristeza. Así, hay una clase de desdén del paisaje que siente aquél que perdió a un amigo. El cielo es menos grande a medida que se cierra sobre una población que lo considera de poco valor.

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